Los rebeldes se atrincheraron con suficientes armas, municiones y víveres para prolongar por un año la resistencia desde la selva. Se llevaron su voluntad entre franelas y exhibieron su valor con un pliego de imprescindibles demandas. Todo mundo estaba atento. Por desgracia nadie recordó empacar a Sun Tzu, El Quijote o Maquiavelo y al paso del tiempo todo comenzó a perder sentido. Los días sucedieron en calma y cinco meses después, sin haber disparado una sola bala, los rebeldes entregaron las armas y se rindieron.
2/10/09
23/4/08
INSOMNIO
24/2/08
QUINCE PUÑALADAS
–¡Mi Reina!, ¿qué le sucede?, ¿se siente bien?
–¿En qué le puedo servir, Mi Reina?
–¿Quiere un vaso con agua, Mi Reina?
–¿Si quiere llamo al doctor, Mi Reina?
Una decena de voces se escuchaba al unísono y todas ofrecían su ayuda. Un poco más confortada pero con gran molestia, Beatriz lanzó un par de insultos y reclamó silencio. Pero en ese último esfuerzo por ser escuchada se desvaneció.
–Sí Reina Mía, como usted diga.
–Así será, Mi Reina.
Beatriz despertó una hora después. Un poco aturdida, pero tratando de guardar la pose, ordenó el baño y un masaje con esencias. Para tranquilizarse aún más salió a caminar por los pasillos del castillo, pero en ese recorrido se percató que éste no era un lugar digno para ella, así que ordenó a la corte real planear la construcción de un castillo más grande e imponente. Los arquitectos reales tardaron unas semanas en concluir el diseño y los planos de la fortaleza que al final llamarían Palacio Cantaluz. De inmediato un millar de súbditos iniciaron la construcción, se colocó más de mil frisos de mármol, aldabas reforzadas en las puertas, dos puentes levadizos con madera de cedro, domos de estilo gótico y un foso con anfibios exóticos. El palacio se concluyó cinco años después. Aquel día, Beatriz organizó una gran fiesta con viandas, trovadores y tapetes estilo medieval.
Ahora sólo faltaba un pequeño detalle, encontrar a un príncipe consorte lleno de virtudes. Entre sueños lo concibió, tenía mirada anglosajona y brazos de guerrero, en apariencia era un fiel caballero que provenía de las llanuras, y sin más juró lealtad con la mano pegada al pecho. Un mes más tarde se casaron.
Durante el primer año de matrimonio todo fue miel sobre hojuelas, hasta que una tarde de verano Beatriz descubrió a su rey con la cara bajo la saya de una cortesana. Sus ojos lo vieron todo, pero no sintió decepción ni dolor, todo parecía un déjà vu, cierta película vieja antes vivida o una cita a la que no podía faltar.
Al caer la noche, Beatriz se acercó a su esposo y lo encontró menos dispuesto que de costumbre. Así que lo tomó sobre el tálamo y se apropió de él hasta los huesos, lo consumió con las yemas de los dedos y le hizo embriagarse con escocés. El rey se dejó llevar hasta caer desvanecido, sin imaginar que a la mañana siguiente recibiría quince puñaladas en la espalda.
Ahora Beatriz ha mutado en una diosa que habita un Castillo de Aire y Arena, mientras espera a que llegue el inmortal que cumpla sus caprichos.
23/2/08
EL REY ZAÍ
En su cumpleaños 50 el rey Zaí decidió pasar un día a solas en el castillo. Así que dispuso el día libre para caballeros, magos, cortesanos y servidumbre; pagó un viaje a Creta para sus tres hijos e hizo que su mujer visitara a su madre.
Aquel día el rey se despertó muy temprano, de buen humor, presto a disfrutar su libertad. Como no encontró nada interesante dentro del castillo, decidió contemplar su reino desde el muro más alto. A lo lejos escuchó un bullicio tremendo y por lo que pudo ver, los habitantes de la aldea habían organizado una romería en honor del santo patrón. Pronto y decidido, el rey cambió de ropa y se encauzó a la fiesta. Allí pudo descubrir cómo se divertía la gente, probó el vino que departían y hasta cargó al pequeño de una joven pareja mientras bailaba con fruición. Tanta confianza y armonía despertó en el rey una determinación. Pegó un brinco al pesebre, donde se hallaba el santo patrono, y de un grito llamó la atención de la concurrencia.
–¡Señores! –dijo con determinación– yo soy Zaí, su rey. Antes que nada quiero decirles...
Pero no pudo terminar la frase cuando una masa humana se abalanzó sobre él y el santo patrono cayó de cabeza en el extremo del pesebre. Tomaron al rey, quien en vano trató de explicarse, lo arrastraron y golpearon hasta el cansancio. En un santiamén ya se encontraba amordazado y atado a una picota, alrededor de la cual acomodaron unos troncos secos, le prendieron fuego y entre vítores dieron gracias al santo por cumplir su petición, pues cansados de tantos impuestos le habían pedido sólo una cosa: la oportunidad de matar a su rey.